Había pensado en pedirle a otra persona que escriba este texto.
Pero si se lo pido, pueden pasar dos cosas:
que creas que me escondo detrás de las palabras de otro o que es una estrategia para plantear cuestiones que me interesan.

Tamara Kuselman, fragmento del texto Elegir y descartar[1]



Decía Chris Kraus que tan pronto como escribes sobre algo se convierte en ficción. Narrar y especular sobre cualquier cuestión implica en sí mismo un proceso de ficcionalización en el que la lengua se convierte en un callejón sin salida. Un lugar en el que tu verdad o la mía dejan de lado esta condición para transformarse en otra cosa. Cuando escribes, la «verdad» simplemente desaparece. El texto pasa a ser un actante más en la escena que, con sus idas y venidas, amplifica, reduce o atomiza las diferentes realidades disponibles. Se convierte así en un elemento polisémico al que dar juego, dejarle ser y permitirle ciertas licencias cuando queremos abordar conceptos tan inconmensurables como eso que hemos venido a caracterizar de contemporaneidad. Así que no, no pediré a otro que escriba este texto, no me esconderé en palabras que no son mías. Y sí, hablaremos de cuestiones que nos interesan.

Ahora, en este presente que nos envuelve, en el que todo puede significar cualquier cosa, nada mejor que acercarnos desde la heterogeneidad discursiva y estética a un territorio que nos muestra que la desaparición del viejo simbolismo artístico no es más que un mito. Y es este hecho el que encierra en su centro un destello de verdad, el que goza de ese brillo característico que nos hace ver entre las sombras y que nos permite movernos en las tinieblas para localizar –de un modo sutil– las particularidades de nuestro contexto[2].

Esta habilidad para percibir lo que aún no ha sido (puede que otra fábula) está íntimamente ligada al concepto de ser contemporáneo. Algo así como andar a tientas en un espacio en el que todavía es difícil ubicarse, en el que sientes que estás constantemente en el camino de desvío, que no encajas, que este no es tu sitio.

Ser contemporáneos implicaría no vincularnos de manera exclusiva a un tiempo específico –ese que nos ha tocado vivir–, y comprobar con ello si es viable transformarnos en sujetos a la espera de ser aludidos o reclamados por lo que aún no ha llegado (lo que está en potencia). Una forma alternativa de percibir que estamos en deuda con algo.

Es en esta metanarrativa de los discursos adheridos a una época cuando la realidad se muestra como una totalidad desgarrada en la que el desencanto se afina y se perfila como un instrumento emancipador a medio-largo plazo que, lamentablemente, la sociedad no termina de ver. Porque crecer en lo utópico y vivir en lo distópico contiene en su esencia la perversa fantasía del capitalismo. Unas dinámicas de velocidades ralentizadas al antojo de unos pocos en las que el resto simplemente nos acomodamos en un progresivo ir y venir de los acontecimientos.

Lograr salir de esta zona de confort mental es ya en sí mismo un acto de rebeldía, una conjura contemporánea que nos permite, a través de nuestros actos y nuestras respuestas, mostrar cierta divergencia ante el común de los hechos. Unas herramientas mediante las que convertir nuestra actitud en una particular modalidad de resistencia.

Ante tal panorama, ¿qué significa hacer arte? ¿Qué significa hacer sociedad? Quizás las preguntas debieran enfocarse de otra manera. Una vía para cuestionarnos si nos exigimos algún tipo de responsabilidad a la hora de articular nuevas singularidades en el presente, o de si tenemos la capacidad real de proponer alternativas de pensamiento hacia nuestro pasado. Incluso, llegado el caso, pensar si seríamos capaces de aportar otra forma de diálogo ante la coyuntura que está por venir.

Bajo esta compleja perspectiva que está en continua mutación e hibridación, nos plantamos ante la obra de arte contemporánea, la observamos y la analizamos como aquello que aún está por escribir. A modo de ítems en un nuevo espacio semántico, se convierten en una especie de posibilidad, en artefactos que gozan de una condición transitoria y circunstancial que, como apunta Sandra Pinardi, «les aporta una suerte de performatividad material que las transforma en cuerpos de preguntas»[3].

Este fenómeno es el que potencia la olvidada implicación de un público que ahora manipula e interpreta, que provoca que la obra reviva cada vez desde una perspectiva original, algo que se construye simultáneamente a la observación del espectador. Una noción de «obra abierta» que le sirve a Umberto Eco de modelo útil para indicar una posible dirección del arte contemporáneo, en la que el papel del espectador pueda atreverse a aportar una respuesta total. Una respuesta que ya no teme a ese lugar donde los significados se pierden, se invalidan y se recuperan bajo la luz de la experiencia personal[4].

Y es ahí donde esta exposición quiere adentrarse, entrometiéndose en esos contextos cambiantes y fluctuantes que dependen de la óptica desde la que se analizan, donde las respuestas transfiguran la escena inicial de representación para señalarnos que ahí residía la tiniebla. Porque las preguntas desarman, nos permiten soltar lastre y ampliar la capacidad de lectura sobre unas obras que ahora se desplazan y dejan de ser objetos o dispositivos para convertirse en «acontecimientos».

Las funciones se desdibujan y los elementos se afectan en un sistema de dependencias que tiene más que ver con las circunstancias y el contexto que con la visión única y direccionada. La obra, entonces, puede mostrarse como el elemento potencial para que aparezca la oportunidad de resistencia pro-activa, un proceso raro y extraño a sí mismo que permite la posibilidad de producir un pensamiento diferente.

Esta propuesta de investigación curatorial pretende abordar esas variaciones que, a modo de impulsos, consiguen arriesgar la identidad de la historia, de las obras y de las supuestas realidades en las que nos movemos. Un instrumento que sirve para caer al fin en la cuenta de que todo lo que nos rodea se puede cobijar bajo el paraguas del simulacro. Lo contemporáneo se vuelve el hecho, la actitud o el drama con el que poder analizar las capas artísticas, políticas y sociales que se vislumbran tras unas obras concretas.


Piezas que nos permiten coger la información para lanzarla, amplificarla, devolverla y volverla a amplificar dentro de un astuto juego en el que advertir que la cuestión ya no es definir qué es lo contemporáneo, sino que lo interesante es descubrir cuándo lo es.

Porque ante el devenir de un presente que se nos muestra en continua pausa, no nos queda mucho más que permanecer a la espera de que algo ocurra. Cualquier cosa, por pequeña que parezca, nos servirá para que un instante haga activar otros dilemas y otras estrategias en la significación de un nuevo después.


Comenzamos.






[1] Kuselman, Tamara: «Elegir y descartar», 2009. Disponible en: http://www.tamarakuselman.com/work/index.php?id=elegir-y-descartar-choose-and-discard [Última consulta realizada el 24 de marzo de 2022.]

[2] Giorgio Agamben reflexiona sobre estos conceptos en su texto Qué es lo contemporáneo, leído en el curso de Filosofía teorética en la Facultad de Artes y Diseño de Venecia en 2007. Disponible en: https://19bienal.fundacionpaiz.org.gt/wpcontent/uploads/2014/02/agamben-que-es-lo-contemporaneo.pdf [Última consulta realizada el 24 de marzo de 2022.]

[3] En su texto «Lo Contemporáneo y sus definiciones», Sandra Pinardi aborda cuestiones que ya planteaba Giorgio Agamben y se centra en las obras de arte como cuerpos de preguntas. Pinardi, Sandra: «Lo Contemporáneo y sus definiciones». Tráfico Visual, 11 de febrero de 2015. Disponible en: https://traficovisual.com/2015/02/11/lo-contemporaneo-y-sus-definiciones-sandrapinardi/ [Última consulta realizada el 24 de marzo de 2022.]

[4] Hernández Belver, Manuel y Martín Prada, Juan Luis: «La recepción de la obra de arte y la participación del espectador en las propuestas artísticas contemporáneas». REIS, n. º 84 (Monográfico sobre sociología del arte), 1998, pp. 45-63. Disponible en: http://www.reis.cis.es/REIS/PDF/REIS_084_06.pdf [Última consulta realizada el 24 de marzo de 2022.]




Capítulo I
Cuando algo falta, cuando algo no está.


La cotidianidad es esto que todavía no hemos asimilado: una condición en la que la intensidad de los cambios nos impide tomar una conciencia de la época profunda y verdadera. Dentro de esta dimensión encontramos un elemento altamente evocador. Lo es por las contradicciones que atesora, por su complejidad innata y, sobre todo, por ser en su esencia la figura por excelencia de la revolución detenida. Hablamos del museo.

La institución museística se compone de un entramado de capas de lecturas que requieren de una mirada particular. No solo por las obras que custodia y cuida, ni por la transmisión de sus contenidos y su historia, sino porque, como depósitos de axiología, son reflejo de los modos de difusión de la información, de la variación de sus protagonistas y de los intereses y conflictos de un momento.

Dentro del arte contemporáneo y su continuo shock ante la postmodernidad que le ha tocado vivir, encontramos a un museo que se mueve en un contexto social ahora enfocado a la globalidad. Un momento en el que lo deslocalizado busca cierta identidad y en el que, para sobrevivir, no le queda otra que comprometerse con otros modos de producción. Esto es, funcionar transversalmente. Lo transversal corta y atraviesa los estratos, y nos interesa porque permite jugar a mostrar lo que normalmente no vemos. Algo que ocurre no por falta de interés, sino porque los mecanismos de la percepción se han asentado en base a ciertos parámetros y, desmontar o desestructurar algo, suele costar un tiempo.



Una colección, como la que aquí analizamos, es una construcción histórico-social que permite rastrear una multiplicidad de códigos, ideologías, modas y condiciones; un artefacto que arroja luz sobre una época que también necesita ser mirada transversalmente. Su potencia radica en que tiene la capacidad de medir un tiempo de presencia y de ausencias. Para ello, es necesario observarla desde un cierto compromiso social.



Dado que la historia se configura en base a diversas narrativas, ¿cómo afirmar la legitimidad de los enunciados? Lo cierto es que ningún enunciado se legitima en sí y por sí mismo, sino que la legitimación se recibe de otros enunciados, y todo dentro de un determinado tipo de discurso. Así que, en una exposición, ciertas obras y su papel en la colección nos están hablando de una historiografía por hacer, de unos enlaces entre saber y poder mediante los que establecer interesantes conexiones. Ya sea entre las obras y su contexto, el nuestro, aquel museo o este propio espacio. La exposición puede ser, si se quiere, una especie de almacén en sentido literal y presentar unas contradicciones tanto externas como internas. Unas contradicciones que solo encuentran la solución en la sociedad misma. Una fórmula con la que revisar los modos de recepción y que puede hacernos dudar de la importancia o no que podemos dar a un objeto y al espacio dedicado a él, con el objetivo de reflexionar sobre cómo asumimos ciertas cosas y de si esa es la verdad objetiva[1].

Por eso es tan importante desmontar las miradas, teatralizar los propios procesos y otorgar la pompa y los fastos a otros ideales de funcionamiento. Nos referimos, por ejemplo, a la posibilidad de plantear un remix escultórico con el que proponer un ejercicio de sintaxis interpretativa. Un elemento en el que exista la libertad de conectar percepciones y sensaciones que nos permitan ficcionalizar otra clase de historia.

Es así como diversas esculturas de Julio González pueden convivir con las cabezas de André Derain y las figuras de John Davies. Un medio para mostrar, por un lado, el arduo proceso de construcción de la obra y, por otro, acercarnos a un hiperrealismo de trasfondo arcaico, casi hierático, que nos traslada a un lejano pasado repleto de exvotos.
Observamos bustos como el Kopf der Judith (Cabeza de Judith) deMarkus Lüpertz y la niña de Daniel González, que se hace inevitable conectar con las piezas de Jacques Lipchitz y Pablo Picasso, vistas ahora como figuras fuera del «tempo» y de fuerte intensidad votiva. Se configura un lugar donde los acentos cubo futuristas de Alberto Sánchez pueden compartir su espacio junto a Joel Shapiro y la Mariposa imposible de Rafael Pérez Contel. Y en el que es posible repasar bajo otras miradas la desocupación de la esfera que nos proponía Oteiza, la pieza Força (Fuerza) de Andreu Alfaro, Model (Maqueta) de Robert Morris y Pierced spiral (Espiral perforada) de Robert Smithson. Un collage en el que unir finalmente el fibrocemento de Joan Cardells junto a la Maqueta para Valencia de Per Kirkeby, sin olvidar los homenajes que realiza Martín Chirino a través de su hierro forjado tanto a Malévich como a Julio González.

Pero volvamos a los museos. Buscando entre los múltiples apuntes y textos, regresé a una lectura que ahora adquiría nuevos significados. En «Si mi museo ardiera esta noche»[2], Iván de la Nuez realizaba un acercamiento a un fenómeno que luego ha desarrollado en obras posteriores[3] y que nos hace conectar con lo que ya Aldous Huxley enunciaba unas seis décadas antes. En esta apoteosis encendida de las imágenes en la que vivimos, el acto de quemar una biblioteca sería –como él apunta– un acto inútil, porque los libros podrían volver a leerse. En el caso de los museos, arderían sus exposiciones, su herramienta destacada. No obstante, esa profusión que existe de las imágenes no nos ayudaría a recuperar lo que se ha perdido. Hablamos de ese singular fenómeno que consiste en apreciar y aprender de su contemplación en este entorno ritualizado. Como apunta Iván de la Nuez, «la profusión de imágenes visuales no ha fortalecido el arte, sino que lo ha diluido». Una especie de derrota que, para el autor, seguimos sin atrevernos a mirar de frente. Dentro de esta incomodidad que el arte ya no sabe cómo resolver sin salirse de sus límites, encontramos al museo como recinto ritualizado: un espacio de representación en el que escenificar algo. Y aunque es cierto que esta condición de lugar ritual no ha cambiado mucho, también es verdad que si utilizamos este recinto con mayor conocimiento de causa podremos responder de forma más activa a sus mensajes simbólicos[4].

Pensar desde una perspectiva nueva nos hace ver las diferencias que existen entre cultura y civilización, y es ahí donde esta institución nos sirve como hilo conductor alternativo a los procesos históricos, políticos y sociales. Un elemento (el museo) en ocasiones hackeado tanto en lo espacial como en lo simbólico, que nos permite rastrear las acciones de la sociedad cuando parece que todo se ha detenido. Un momento de pausa que advertimos en Roman statue in the Glyptothek (Estatua romana en la gliptoteca) de Herbert List y que nos remite de alguna forma a las piezas de John Heartfield y a Cas Oorthuys en Links front, en un tiempo político ahora suspendido.

Aquí, en el museo, la Columna Dinamo de Aleksandr Ródchenko se presenta como ese ingenio constructivista que, adscrito a las composiciones simétricas, puede eliminar al individuo sin renunciar a su sentido innato de la estética. Un museo donde se puede dejar arder al elemento pictórico (John Davis: House on Fire, Burnt Out House y Ship on Fire) o dudar de uno mismo (Richard Prince: Terrorist or friend [Terrorista o amigo]), para que la ironía de los acontecimientos salga a la luz, como en Portrait of portrait (Retrato de retrato) de Barbara Ess. El espacio museístico se transforma al fin en el territorio para la denuncia de la miseria del comportamiento humano, donde se pueden desenmascarar los símbolos sociales y políticos bien a través de la imagen –como realiza Sanja Iveković en Personal cuts– o por medio del sonido, como hace Marc Bijl (Reason to believe). Todo ello para acabar jugando con los iconos del siglo xx como quien comparte un tablero de estrategias junto a Josep Renau (Quinto mandamiento: no matarás) y Georg Baselitz (Adler).



En un sistema del arte a la espera de su ansiada revolución, el museo se presenta como el entorno adecuado para desarrollar una performance material, una que sea capaz de prolongar las líneas de experimentación de aquellas expresiones que alguna vez fueron llamadas al orden. Él es el controlador intermedio que prepara el escenario[5], el lugar en el que las obras entran y salen, donde las lecturas del presente y el pasado se miran con ojos contemporáneos queriendo pensar que esta es la luz propia de nuestra época. Esa luz o ese brillo era el que a Huxley le parecía un mal menor, ese fuego que acaba por ser un mal necesario para obligarnos a reconstruir desde las cenizas algo que prácticamente ya hemos agotado.

 

[1] Hernández Belver, Manuel y Martín Prada, Juan Luis: Op.cit.

[2] De la Nuez, Iván: «Si mi museu ardiera esta noche». El Estado Mental, n. º 7, mayo de 2015. Disponible en: https://elestadomental.com/revistas/num7/si-mi-museo-ardiera-esta-noche [Última consulta realizada el 24 de marzo de 2022.]

[3] En su libro Teoría de la retaguardia. Cómo sobrevivir al arte contemporáneo (y a casi todo lo demás) (Consonni, Bilbao, 2018, pp. 118-119), Iván de la Nuez vuelve a mencionar a Aldous Huxley en su capítulo «Una de dos: inmortales o contemporáneos».

[4] Duncan, Carol: Rituales de Civilización. Nausícaä, Murcia, 2007, pp. 21-31.

[5] Duncan, Carol: Op. cit., p. 30.



Capítulo II
La contradicción como principio.


Volver al pasado es volver a la nostalgia, un mecanismo con el que regocijarse en otro tiempo como vía de escape y activación de la memoria. En ese sistema de relaciones errantes aparecen figuras que, insertadas dentro de los mundos del arte, nos guían u orientan en el complejo ámbito de la reinvención del gusto estético.

Esta utopía necesaria se nos presenta a través de agentes y teorías de identidad nómada, que han intentado acercarse (y acercarnos) a aquello que se caracterizó como «esencialidad». Un fenómeno que provoca que la condición de obra de arte y de artista se desplace como quien mueve las cosas de sitio, de tal modo que el lugar que ocupan determina en su esencia su desciframiento o su lectura.

Ahora bien, siempre con la aparición de las obras de arte y las y los artistas ocurre cierta discriminación, una criba que nos viene dada y que implica que seamos los sujetos contemporáneos quienes reconfiguremos lo que nos viene ya establecido en busca del engendramiento de otra cosa, de unos mecanismos tangenciales de reinscripción[1].

Fijamos nuestra atención en piezas como The critic sees de Jasper Johns o El catálogo que no tiene fin. Mientras Christian Zervos realiza su trabajo de catalogación para el volumen n. º 20 de Picasso de Roberto Otero. Cruzamos nuestras miradas con Herbert List y su Optician’s Display, con Jaroslav Rössler y Braon M., y con Hannes Meyer Composition with Pearls, para acabar en la pieza de Ella Bergmann-Michel. Atendemos a un ejercicio que, como ya experimentó Ortega y Gasset hace casi cien años[2], nos lleva a analizar qué es aquello que no se entiende según las épocas y sus contextos, lo que hace surgir la oscura conciencia de la inferioridad. Como ya indicaba el autor, «bajo toda la vida contemporánea late una injusticia profunda e irritante, el falso supuesto de la igualdad real». Y, en el aspecto de la sensibilidad estética, ¿cómo presuponer entonces que formamos parte de ese algo? Si bien es cierto que una misma realidad se quiebra en muchas realidades divergentes cuando se mira desde puntos de vista distintos[3], es en nuestro presente adjetivado cuando contemplamos la escena y esta se convierte en parte de nuestro ser. Así que, si considerarse «contemporáneo» para algunos ha acabado por remitirnos a no decir nada[4], no nos queda mucho más que aferrarnos a ese pensamiento que nos apunta que una obra solamente es considerada como arte si la sociedad dice que lo es. Un concepto controvertido que ya mencionaba de alguna manera Aristóteles al incidir en que lo verosímil de una obra de arte se halla sencillamente en lo que el público cree posible y que puede ser diferente de lo real. Una idea profunda acerca de cierta estética de la colectividad que reconstruye, nos guste o no, lo posible de nuestra época[5]. Algo que defendía Duchamp cuando decía que para que las intuiciones del artista lleguen a ser fructíferas y reveladoras, necesitan de una posición de cierta exterioridad que interprete la obra y la devuelva, porque ahí reside la fuerza de la sociedad.

La labor del artista se convierte así en una tarea de ambivalencia incómoda. Un desarrollo que transita entre el trabajo de investigación y el de archivo, entre sus relaciones con la periferia profesional y el entorno cercano, con el objetivo de encontrar sus propios significados entre las luces y las sombras del contínuum social que le ha tocado vivir.

En una especie de análisis reflexivo, el propio trabajo se convierte en una suerte de ensayo contra el olvido. Capas que se insertan en la estructura cultural o contextual y que nos retan a leerlas en función de las imposiciones de nuestro presente. Como aquella novia que escapaba a su destino, nos escondemos en la biblioteca para descubrir que la estética encierra un universo de orden y de crueldad, de profecías y libertades que podemos combinar a nuestro antojo, cubrir o simplemente cambiar de página para ocultar ciertos miedos, tranquilizarnos y huir de la inseguridad[6]. Nos paramos ante la pieza Sobre los nuevos sistemas en el arte de Kazimir Malévich, y observamos cómo de una forma sutil se nos acerca poco a poco a un suprematismo concentrado, aquel que lleva al elemento pictórico al mínimo extremo. Un medio con el que afrontar desde un cuaderno la ingente tarea de recodificar el mundo. Sin embargo, quizás también podamos jugar a poetizarlo a la manera de Sonia Delaunay y Ross Bleckner o, incluso –como Gerard Richter y su Farbtafeln–, probar a serigrafiarlo.

Un mundo que es una entidad cuya textura cambia según el movimiento que la invade, un ejercicio humano de rematerialización donde los enunciados se pueden transformar radicalmente en su elaboración. Así nos lo enseñan piezas como Max-Minimal de Adolf Gottlieb, Un grano de mijo de André Masson o bajo el sugerente título Ay mundo explosivo, dichoso gabinete de anormalidades de George Grosz. Porque los modos de ver nos dicen que la etiqueta de corriente artística es amplia y difusa, una tiniebla en la que poder ir encontrando puntos de luz.

Las relecturas se presentan entonces atractivas a la par que necesarias, puesto que la contradicción es el punto de partida como nos enseña Joan Brossa y su Cap de bou, dotando de otros significados al objeto artístico. Ahora importa nuestro posicionamiento ante las obras, una actitud que también podemos adquirir al enfrentarnos a Nature Morte II y Sin títulode Per Kirkeby, o Abstraction de Arshile Gorky.

Aparecen ante nuestros ojos obras como La Caja verde de Marcel Duchamp, y los modos de producción se atesoran como quien guarda viejos recuerdos. Se nos hace inevitable observar su otra pieza Piston de courant d’air y jugar a establecer paralelismos semánticos. Al fin y al cabo, a la exposición se ha venido a dialogar y a desestructurar por medio de otras ampliaciones estéticas, tal y como nos enseña Marc Bijl y su Lifestages. Diálogos que se ubican en Sin título de Sigmar Polke y Gerhard Ritcher, justo en ese preciso punto donde uno puede sentirse libre para analizar el concepto de autoría como algo poroso. Y, en última instancia, adentrarnos en la obra y en la teoría de László Moholy-Nagy, Sin título, como vía de conexión con piezas como Desig de vol de Pere Català Pic.

Y ese deseo de vuelo es el que nos permite reflexionar sobre la construcción de la figura artística. En el libro La leyenda del artista, Ernst Kris y Otto Kurz[7]comienzan con un comentario sobre la afinidad que guardan entre sí los relatos legendarios que se formaron sobre la vida de los artistas del Renacimiento, coincidiendo todos ellos en unas dotes de talento innatas desde la niñez. Abordar la controversia de si el artista nace o se hace no es el objetivo de este texto, pero sí nos interesa observar cómo a través de ciertas piezas podemos analizar la propia concepción que se ha tenido de las obras y de uno mismo como sujeto. Basta con apreciar cómo Alberti observa los ojos de Alberto Schommer para generar conjeturas acerca de la identidad, un concepto en disolución que se desmaterializa y se diluye en un contexto como en el caso de Käte SteinitzyThe Designer o con Sergio Larraín y su Valparaíso. Una identidad porosa que respira libertad bajo el universo del surrealismo, como es la de Claude Cahun y que nos hace mirar bajo otros términos la obra de Alberto Greco y su Autorretrato autopiernas.

Llegamos finalmente a Bruce Nauman que, en Lip Sync, nos repite, al igual que un mantra, esa ansiada sincronización entre cuerpo y mente: una acción-reacción que se verbaliza en un susurro fuerte. Puede que solo así acabemos descubriendo la desconexión que se revela entre la vida interior y la persona pública, pues «no se trata de quién fuiste alguna vez, sino de quién eres a cualquier edad»[8]. Seamos valientes de aplicarlo a esto de la contemporaneidad.



[1] Pinardi, Sandra: Op. cit.

[2] Ortega y Gasset, José: La deshumanización del arte.Espasa Calpe, Madrid, 2007.

[3] Ortega y Gasset, José: Op. cit., p. 361.

[4] De la Nuez, Iván: Op. cit.

[5] Barthes, Roland: Crítica y Verdad. Siglo xxi, Buenos Aires, 2011.

[6] En el film Melancolía, Lars von Trier nos muestra una secuencia en la que la novia, durante la boda, se escapa a la biblioteca llena de libros de arte. Aquellos abiertos por las obras de Kazimir Malévich vuelven insegura a la protagonista, por lo que rápidamente cambia de página y abre otros libros para ver las piezas que la tranquilizan, como los cuadros de Millais, Brueghel y Caravaggio.

[7] Kris, Ernst y Kurz, Otto: La leyenda del artista. Cátedra, Madrid, 2007.

[8] Gillian Wearing habla sobre el concepto del autorretrato en una entrevista realizada por Bea Espejo para El Cultural (El Español, 18 de septiembre de 2015). Disponible en:  https://www.elespanol.com/el-cultural/arte/20150918/gillian-wearing-hablo-debajo-superficie-cosas/64993576_0.html [Última consulta realizada el 24 de marzo de 2022.]


Capítulo III
Un lugar significa definir un campo.


Es extraño este ansia por el comprender: comprender nuestro tiempo y nuestra época en una búsqueda incesante por la explicación. Un fenómeno que nos acompaña dentro de un presente que tiene muchas veces las vértebras rotas. En ocasiones nos topamos con que todo llega «demasiado pronto», que es también «demasiado tarde», y lo contemporáneo se transforma en otra cosa más, algo así como ser puntuales a una cita a la que solo se puede faltar[1]. En este rastreo minucioso, la colección y sus obras se presentan como «anticipaciones» que se mueven dentro de una historia del arte por capítulos, en la que el pasaje de la revolución irrumpe con determinación propia para sostener la ansiada divergencia.

Se hace inevitable recordar, parafrasear o invocar –si se quiere– a Sontag en sus Notas sobre lo «camp»[2] cuando al comienzo de su ensayo nos dice que hay muchas cosas que carecen de nombre y otras que, aun teniéndolo, no han sido descritas. Esta sensibilidad o advenimiento ante lo que todavía no ha sido recoge el amor al artificio y a lo exagerado. Como ella indica «lo camp es esotérico: tiene algo de código privado, de símbolo de identidad incluso, entre pequeños núcleos urbanos». Un código que nos requiere estar despiertos, andar alerta y ligeros de equipaje para atender a lo que llega tantas veces de forma huidiza.

Cómo si no Dan Graham podría atesorar en ese collagede textos, performance y metraje filmado que es Rock my religion la fascinación que une a la comunidad con la música y la cultura contemporánea, y hacerlo en un documento visual que es ya historia de nuestro tiempo. Una deconstrucción del comportamiento ritualístico que nos hace viajar por diferentes campos de análisis social y cultural, en los que arte y música pueden conectarse y transformarse en una nueva teología punk o simplemente devenir en otra agradable diversión.

Y es que las respuestas ante el arte pueden ser muchas, aunque hoy día pensemos lo contrario. No nos referimos a las construcciones intelectuales o a la cultura de la sensibilidad trabajada por críticos o eruditos, hablamos de respuestas que, como indica David Freedberg en El poder de las imágenes[3], «están sometidas a la represión por ser demasiado embarazosas, demasiado expansivas, demasiado toscas y demasiado incrédulas; porque nos recuerdan nuestro parentesco con los iletrados, los zafios, los primitivos, los no desarrollados; y porque tienen raíces psicológicas que preferimos ignorar».

Unas respuestas y vínculos con el arte que intuimos en las piezas porque hemos cultivado otra sensibilidad. Esa que advierte de forma lenta que ha surgido otra actitud ante la obra artística, la que denota que ha cristalizado una susceptibilidad incrustada en la sociedad. Las imágenes ahora nos cautivan y se entienden como vías de entrada a un presente alternativo, son capaces de incitarnos a la revuelta e incluso nos transportan hasta los niveles más altos de empatía y miedo. Prueba de ello es observar las sensibilidades que afloran al enfrentarnos a Umasido de Zush o a las fotografías de Boris Mikhailov y su This man was standing there. En un viaje que puede contener paradas más ambiguas, como supone plantarse ante los 9 Objekte (9 Objetos)de Gerhard Richter o Untitled (Cowboys) (Sin título [Vaqueros]) de Richard Prince.

Sin embargo, lo original de toda esta coyuntura radica en que no tiene nada de original. Somos la muestra viva de que esta trama social y global está configurada a base de parches, en la que una determinada fuerza gobierna «a escondidas» numerosas situaciones individuales y colectivas. Una realidad en la que se ha conseguido instaurar una «administración soft» de apariencia lúdica de las existencias que nos ha hecho concebir un horizonte modulado a la singularidad de cada ser[4]. Observar la serie de fotografías de Alberto Estévez y Juan Carlos Cárdenas (Agencia EFE) nos da una ligera idea de esta aceptación gozosa de las circunstancias. Un contínuum común indefinidamente liso que, como ya advierte Éric Sandin[5], se ha construido en un entorno destinado a impedir la mínima fricción. Un quiebre que puede aparecer de forma perspicaz (si se aprende a mirar) en el conjunto de fotografías de Gabriel Cualladó: tras ese humanismo lírico, se esconde una simulación de transparencia que, en palabras de Fontcuberta, «le permitía impregnar los negativos de una atmósfera especial, austera, sobria, nada artificiosa», en imágenes que sentimos que podrían haber sido tomadas ayer. Una realidad turbia, opaca y distorsionada que surge en las obras de Grete Stern y en Robert Frank, percibiendo que, más que fotografías, atendemos a unos versos sueltos de un poema que han quedado perdidos a su merced. Pasajes que podemos recitar junto a los paisajes urbanos y los retratos secos de Humberto Rivas (La Albufera, La Polaca) y Nadia Benchallal.

La posibilidad de conectar con otras cosas requiere de otro tipo de alfabetización. Volviendo a Chris Kraus, la escritora nos advierte que en ocasiones «el objeto simplemente funciona como un disparador de la colección real, y que esta es completamente interna»[6]. Una fantasía que contiene una creencia en la primacía y el misterio del objeto, que quiere escapar de ese temido significado real de la obra para regresar a lo que fue una actitud o incluso un gesto. Lo que implica poder conectar el siglo v a.C (Casco corintio con grabados de jabalíes) con el siglo xx de Gordon Matta-Clark (Untitled. Cut drawing), Jean Arp (Coquille Nuage I [Concha Nube I]) y Sigmar Polke (Höhere Wesen befehlen [Seres superiors mandan]). Una actitud que puede ser esquiva pero que se estira, se curva y se muestra descarada en un siglo xxi en el que todo el mundo piensa que ya no tenemos nada más que perder.

De modo que, como hace Olaf Breuning en King,afrontamos el futuro con ironía y nos apostamos en ese punto intermedio que habita entre el humor y la dolorosa seriedad de los acontecimientos. Como el caballero que una vez fuimos, comenzamos un viaje iniciático en el que sabemos que el malestar se podrá mezclar con la fascinación, y lo kitsch le dará la mano a lo auténtico. Un recorrido que empezamos sin perder la esperanza de adentrarnos en esa maravillosa sensación que es la pérdida de la inocencia cuando atravesamos una obra. Apple Tree Innocent On Diamond Hill de Pipilotti Rist se configura como ese conglomerado de emociones repleto de diamantes instantáneos que reflejan la fábula de nuestra sociedad. Dejemos a nuestras sombras libres para entrar en un nuevo capítulo, el del futuro abstracto lleno de colores y de formas en el que las obras sean esos dispositivos necesarios para poder sentir el mundo.


[1] Agamben, Giorgio: Op. cit.

[2] Sontag, Susan: Notas sobre lo «camp». Penguin Books, 2018.

[3] Freedberg, David: El poder de las imágenes. Cátedra, Madrid, 2009.

[4] Sandin, Éric: La humanidad aumentada. Caja Negra, Buenos Aires, 2017, p. 85.

[5] Sandin, Éric: Op. cit., p. 138

[6] Kraus, Chris: Video Green. Consonni, Bilbao, 2018, p. 18.











EPÍLOGO




Cuando comenzaba este texto, todo parecía apuntar hacia un final prometedor, uno de esos que cierra los argumentos y que no deja espacio alguno para la duda. Un texto en el que el lenguaje serviría para plantear hechos y teorías que encajarían a la perfección con las piezas seleccionadas. Un medio con el que armar una historia veraz de los acontecimientos que, repleto de nexos y de vínculos, nos aportarían esa sensación de tranquilidad que llega cuando se comprenden algunos vacíos ante los que nos encontramos.

Una lástima que la cosa no funcione de este modo, ¿verdad? Lo cierto es que las conexiones que aquí se plantean bien podrían haber sido otras. Otro carrusel de relaciones que, en diferentes grados y dinámicas, nos demuestran continuamente que la validez, aunque no lo parezca, tiene la maravillosa cualidad de ser esquiva. Así que, en un proceso lleno idas y venidas, de paradas y vueltas hacia el principio, una se da cuenta de que las cosas bien se podrían leer de abajo a arriba como de arriba abajo.

La exposición no enseña, aquí solo acompaña, se convierte en un fenómeno social que propone una supuesta direccionalidad bajo una peculiar escena. Un vacío que cada cual llenará de sus propios significados atribuyendo importancia a según qué objetos. Unas lagunas que dejan cierto espacio en blanco a la espera de un nuevo foco de luz.

La vida, como ahora el museo, se nos presenta como algo que reconstruir a partir de fragmentos que nos son familiares y a la vez extraños. Trozos a los que tenemos que prescribir nuevas funciones antes de que definitivamente las hayamos agotado todas por completo. De esta forma se abre la posibilidad de lo que podemos llamar potencialidad, eso que queda fuera del ámbito de lo posible pero que también incluye lo no posible. Una experiencia estética que no transforma el mundo pero que sí da un golpe seco sobre la mesa: esta es ahora nuestra propia brecha. Un estado de miedo y felicidad simultáneos que, como indicaba Baumgarten, resumen el encuentro que tenemos diariamente con el arte. Simplemente consiste en plantarnos cara a cara ante una oscuridad particular[1].



[1] En su texto «Cruelty», Mårten Spångberg habla sobre la experiencia estética y de vida a partir de la negritud de un cuadro de Caravaggio. Una reflexión filosófica sobre la luminosidad de la ausencia en Costinas, Cosmin y Janevski, Ana (eds.): Is the living body the las thing left alive?Parasite, Sternberg Press, Hong Kong, 2017. Disponible en: http://martenspangberg.se/sites/martenspangberg.se/files/uploads/spangbergcruelty%20%281%29.pdf [Última consulta realizada el 24 de marzo de 2022.]




Un contínuum común indefinidamente liso.

Proyecciones sobre lo contemporáneo en la colección del IVAM


10.06.2022 - 23.04.2023

IVAM. Instituto Valenciano de Arte Moderno

 

 





DIANA GUIJARRO       PROJECTS        CV        ︎         ︎